El Chaman




Hacía rato que habíamos abandonado la última población y la selva se iba haciendo a cada paso más espesa.


Los mosquitos y toda clase de insectos, nos hostigaban con sus zumbidos, tratando de traspasar con sus aguijones la gruesa tela de nuestros equipos, mientras el fino tejido que nos cubría la cara y el cuello demostraba ser bastante eficaz frente a sus ataques.


La caminata se hacía cada vez más difícil y el calor era insoportable. Los últimos rayos de sol de esa tarde trataban de filtrarse a través de la espesura de los árboles, evaporando la humedad reinante y formando una tenue neblina que le daba un aspecto irreal a la travesía.


Por fin, cuando la fatiga ya se estaba adueñando de todos nosotros y comenzábamos a pensar que nos habíamos perdido, un claro en el camino anunció la proximidad de la pequeña aldea que buscábamos. Habíamos llegado.


Una nube de pequeños niños casi sin ropas nos rodeó, festejando con sus gritos nuestra presencia e intentando revisarnos los bolsillos con el descaro propio de su inocencia, buscando caramelos o monedas o no se bien qué cosas, como si nos conocieran.


Habíamos ido hasta allí para conocer al chaman de esa tribu que tenía fama de sanador y de médium, con el objetivo de completar una investigación sobre la calidad de vida de los habitantes de la selva, que viven alejados de las grandes ciudades, sin antibióticos, sin remedios y sin médicos.


El chaman estaba sentado en el suelo, sobre un lienzo, dentro de una pequeña choza algo alejada del resto. Tenía una enorme capa de colores que le cubría todo el cuerpo y en la cabeza lucía una corona de plumas y huesos.


Parecía dormido cuando entramos, pero al abrir los ojos nos conmovieron las miradas que nos prodigó, porque parecían dos brasas ardiendo.


Me impresionó profundamente cuando me dijo que no sufriera más por la ausencia de mi padre, porque él podía ver que estaba mejor que yo, en el mejor lugar donde se puede estar después de muerto.


Sin esperar que le preguntara, agregó que podía verlo con claridad y me lo describió tal cual era siendo joven, como son todos en el otro mundo, aunque sean viejos.


Siguió diciéndome que me sintiera segura, que fuera feliz, que desde allí él me cuidaba, y que nunca me iba a pasar nada malo mientras viva, ni a los que yo quiera.


Que no tuviera miedo, que la vida es un viaje corto para ver qué nos merecemos, porque la verdadera vida es la otra, la que viene después de ésta, pero con la enorme diferencia que esa vida que nos espera es eterna y perfecta.
Del Foro de Cuentos del Diario La Nación, con el seudónimo Malena2005, escrito por Malena Lede