Hércules




Hércules es uno de mis amigos más singulares. Por supuesto no se llama Hércules de nacimiento, sino Eugenio Rafael Mendez, pero su espíritu encantador, no puede con los lugares comunes y lo animó a llamarse según sus aspiraciones.

Eugenio Rafael le parecía un nombre desagradable, propio del hombre que trabaja en un banco y que se viste con traje y corbata. Él nunca se había comprado una corbata, ni tampoco tenía un traje, porque siempre estaba vestido con ropa deportiva y nunca asistía a lugares formales.

Hércules despreciaba a la gente conformista, a los que se visten para no desentonar y vivir integrados a esa masa homogénea de gente que pretende ser igual.

Se dedicaba a la pintura. En un primer momento pintaba paredes para subsistir, pero fue progresando y pudo reunir algún dinero como para animarse a transformar su diminuto departamento en un atelier para convertirse en un pintor de cuadros.

Vivió solo desde los 18 años. Pertenece a una familia tradicional del interior del país de dos apellidos, muy conservadora; y desde muy joven vivió esa condición como un lastre.

Mantuvo uno solo de los apellidos de su padre, Méndez, el resto se los dejó a sus parientes junto con todas sus costumbres provincianas.

Su departamento tiene una pequeña ventana que da al Riachuelo, a él le encanta porque dice que su olfato se ha acostumbrado y no percibe más el olor fétido de la negrura de sus aguas.

Todas las mañanas va a una plaza próxima y se sienta en un banco diferente con un lápiz y una hoja en blanco. Desde esas posiciones va logrando todas las perspectivas posibles, las cuales le sirven de modelo para realizar los bosquejos que luego trasladará a sus telas.

El no cree en las máquinas fotográficas, sólo en su fina percepción con la capacidad de detectar las maravillas de la naturaleza y la inocencia de los niños que están jugando.

Se queda allí hasta el mediodía; luego regresa y mordisquea alguna cosa para distraer el estómago mientras prepara su caballete y sus pinturas.

Pasa toda la tarde pintando y recién cuando ya está muy cansado, deja sus pinceles prolijamente guardados y se recuesta un rato para relajarse.

De noche, como los murciélagos sale y hace una ronda por el barrio de la Boca. Ahora que está lleno de turistas ese lugar, que adoraba, ha perdido la virginidad y se ha prostituido, casi como él que aprovecha esa masiva invasión de curiosos para venderles sus cuadros.

Sin embargo, todavía hay algunas calles no contaminadas por los foráneos transeúntes ávidos de cosas raras, que él aprovecha a fondo para circular silbando bajito hasta que llega a su boliche preferido, donde doña Clotilde prepara comida casera.

No tiene muchos amigos, sólo conocidos que lo aprecian porque es un hombre de buenas costumbres, afable, pero que le gusta estar solo.

Uno de esos amigos soy yo, el que le compra los cuadros. Nos hemos acostumbrado a tomar algo en la esquina el día que viene a traer sus obras, a charlar de bueyes perdidos.

Es un verdadero filósofo, un asceta, un hombre fiel a si mismo y a sus valores, que lleva una vida austera y se atreve a hacer lo que le gusta; y que puede ver lo que no se ve a simple vista, las esencias, más allá que los otros.

Cuento publicado por Malena Lede en el Foro de Cuentos del diario "La Nación".