Madre hay una sola




La madre es nuestro primer amor, nuestra primera relación, la primera persona más querida y necesitada de nuestra vida, mientras somos niños, pero también puede llegar a ser nuestro primer desengaño cuando dejamos de ser niños para convertirnos en adultos.

Se puede decir que madre hay una sola porque un solo concepto las define a todas. Las madres de la misma generación no se diferencian mucho, porque comparten la misma historia, los mismos valores, las mismas creencias o religiones.

Hay madres que evolucionan con los hijos, primero son madres de niños pequeños y se comportan como tales, brindándoles compañía y cuidados; luego esos niños crecen y se convierten en adolescentes y ellas también crecen; y sin dejar de ser buenas madres, toman conciencia que sus hijos algún día van a iniciar el vuelo y se dedican a hacer lo que les gusta, permaneciendo vigilantes sin obsesionarse con sus hijos y dándose tiempo para ellas mismas.

Estas madres aceptan a sus hijos como son, no tratan de que cumplan sus propias expectativas sino las de ellos, ayudándolos a conocer sus aptitudes; y aprenden a renunciar a los hijos ideales porque no existen.

No invaden sus territorios y tampoco se dejan avasallar, mantienen las distancias y no se dejan manejar ni tratan de manipular con los afectos.

Hay un momento en la vida de cada uno en que tendrá que enfrentar a su madre o tal vez a su padre; y cómo actúe en ese instante será decisivo en cuanto a su relación con ellos y a su propia felicidad afectiva.

Enfrentar a los padres con altura, sin necesidad de escenas violentas o gritos es lo más saludable; aunque nos retuerza el corazón ver la decepción en sus rostros o su lastimoso aspecto de aparentes personas vencidas.

Es una tarea dolorosa, porque crecer duele, pero no hacerlo significa elegir sufrir mucho más.

Las madres nos respetan como somos cuando nosotros las respetamos como son ellas y nos aman incondicionalmente, a veces sin ser correspondidos.

Todas las madres lo que más desean es que sus hijos sean felices, por eso a veces, obnubiladas por sus experiencias desean que utilicemos sus propias historias para ahorrarnos sinsabores. Pero la juventud quiere otra biografía, y si es posible, la que menos se parezca a la de sus mayores.

A mi madre la adoré durante mi niñez, la obedecí en mi adolescencia, me rebelé en mi juventud y me reconcilié en su vejez.

El momento de la rebelión es el más difícil, porque implica decepcionarla, desilusionarla, perder la imagen que tiene de nosotros mismos, y aceptar que nos desconozcan y nos rechacen.

Cuando los padres no aceptan a sus hijos como son, a éstos se les hace muy difícil avanzar, porque tienden a pensar que todos los demás piensan lo mismo.

Pero nada puede ser tan terrible que nos haga perder el amor de nuestra madre, porque es un sentimiento que permanecerá en ella intacto toda la vida, aunque permanezca oculto y sin manifestarse por el secreto temor de llegar a perdernos; y aún despreciándonos nos estará demostrando que no le somos indiferentes.