El Estres de Navidad


Navidad es una fiesta religiosa que festeja el nacimiento de Jesús de Nazaret, padre de la iglesia católica.

La noche de Navidad, las familias se reúnen para celebrar juntos esa fecha y compartir la cena; y la mayoría de las veces también comparten el almuerzo al día siguiente.

En Argentina, estas fechas corresponden al inicio del verano; y por lo general hace mucho calor.

No obstante, las mesas familiares aparecen abarrotadas de comidas de alto nivel calórico, que cada uno lleva, para colaborar y demostrar a la vez su gran destreza culinaria, deseoso de destacarse entre las numerosas ofertas tentadoras de los demás parientes que esperan impacientes el reconocimiento de los demás comensales.

Detrás de esas mesas que lucen elegantes el mejor mantel, la hermosa vajilla y el juego de copas para las visitas, están las vicisitudes de quienes tienen que afrontar hacerse cargo del ágape haciendo lo posible para que todo salga bien, que no falte nada y que todo luzca perfecto.

La organización es la tarea que consume más energía, ya que debe contar con la aprobación y el consentimiento de la mayoría, que debe estar de acuerdo en aceptar la parte que le toque.

Luego hay que hacer las compras, preparar de antemano lo que quepa en el freezer para adelantar trabajo y así, día a día ir completando las actividades cotidianas, sin dejar de hacer todo lo demás, que es mucho.

Llegado el día deseado, hace calor, las bebidas demoran en enfriarse porque la heladera no da a basto, lo caliente se enfría y lo frío se calienta, todos llegan tarde y justo cuando la dueña de casa puede relajarse y está a punto de cerrar los ojos y quedarse dormida, es cuando el primer invitado toca el timbre.

Se despierta sobresaltada sintiendo olor a quemado. Por suerte es una falsa alarma, parece que es el horno del departamento de al lado, algo que parece se les quemó a ellos, porque se escuchan algunas malas palabras dichas con mucha bronca, claro, no es para menos, justo les pasa eso antes de la llegada de los invitados.

Desde la cocina se siente el ruido de las cacerolas, de agua que corre de las canillas como verdaderas cataratas, tratando de despejar la zona de las consecuencias del siniestro y luego sólo el silencio misericordioso de la resignación.

Esos momentos de preparativos intensos por fin terminan y dan paso al comienzo de la cena. La gente no tiene demasiado prejuicio y se lanza al ataque como una bandada de langostas.
Todos han probado de todo y no ha quedado casi nada. Lo peor es que mañana estarán de vuelta y habrá que improvisar un menú para recibirlos al día siguiente.

El día de Navidad quisiera levantarme tarde, no tener que servirle el desayuno a nadie, y comer al mediodía solamente un sándwich.

Pero esa expresión de deseo choca con las apetencias de los demás que no están dispuestos a saciar su apetito de ese modo; por eso se improvisa una parrillada, porque además encontraron una carnicería abierta y no es cuestión de desaprovecharla.

Por suerte el asado lo hacen los hombres, mientras nosotras lavamos la lechuga y los tomates y hacemos la ensalada.

Lo bueno de todo esto es que hoy se acaba y que luego tendrá que pasar un año para que ocurra de nuevo, justo el tiempo que necesitamos para reponernos.

Ahora comprendo a todos aquellos que la noche del 24 toman un ómnibus y se van a pasar las fiestas solos, en una habitación de un hotel, viendo televisión y conformándose con lo poco que les trajo el mozo del servicio a las habitaciones, en una bandeja.