Las
mascotas, principalmente los perros, influyen favorablemente en el estado
anímico de los seres humanos y tranquiliza y mejora sus problemas psicológicos como por ejemplo la inseguridad y
el apego que caracteriza la conducta de ciertos niños. En efecto, el contacto con animales ayuda a
desinhibir a niños extremadamente introvertidos que pronto se muestran más
abiertos y confiados.
El
terapeuta infantil Boris Levinson lo comprobó ya hace muchos años en su mismo
consultorio cuando el primer paciente del día llegó antes de hora a la consulta
y se encontró con su perro Jingles y se mostró un visible cambio de su conducta
habitual, cerrada y hosca, que ante la presencia del su mascota, se tornó
entusiasta y comunicativa, lo que indujo desde entonces al profesional a llevar
habitualmente a su trabajo a su perro.
Tal
fue el resultado de esta experiencia que en 1969 este psicólogo decidió
publicar , con el título Pet-oriented child psychology (Las mascotas orientadas
a la psicología infantil).
Sin
embargo, este efecto también ya había sido observado por Sigmund Freud, en cada
oportunidad en que su perra chow chow permanecía presente en su consultorio
durante las sesiones de análisis, al advertir que tranquilizaba a sus
pacientes.
La
tendencia de los seres humanos a relacionarse emocionalmente con animales
parece ser producto de la evolución, ya que se comparten mecanismos
psicológicos y cognitivos y conexiones cerebrales que se vinculan con la
conducta social.
Por
esta razón, los animales se convierten en posibles favorecedores del ingreso al
inconsciente y a la vida emocional humana.
Sin
embargo, cuando Levinson presentó un informe sobre sus experiencias en un
congreso, la mayoría de los profesionales presentes no le dieron crédito y
hasta se burlaron de él.
No
obstante, esta forma de terapia con el apoyo de animales, se comenzó a utilizar
cada vez más en instituciones mentales, geriátricos, hospitales de recuperación
e incluso en centros de detención de Austria y Alemania con presos.
Aunque
las investigaciones científicas sobre este tema no abundan, existen trabajos, como
el realizado por Janelle Nimer y Brad Lundahl, de la Universidad de Utah en el
año 2007, que avalan la aplicación de este método en pacientes traumatizados,
que habían sufrido violencia, falta de atención o alguna pérdida.
En
estas pruebas, la presencia del perro como compañía disminuyó el estrés de los
niños, lo que no se produjo en el grupo acompañado por un adulto o por un
animal de peluche.
Acariciar
o hablar con el animal o jugar con ellos producía un efecto relajante en los
niños, principalmente en aquellos que sufrían problemas de inseguridad o
desorganización de la personalidad.
El
grupo control de niños más seguros de sí mismos, disminuía su estrés cuando
hacían sus tareas acompañados de un adulto.
La
ayuda de estos animales, además de favorecer la relación entre el terapeuta y
el paciente, contribuye a disminuir los costos terapéuticos.
Los
estudios científicos se extendieron a pacientes con depresión y con esquizofrénica,
constatándose que los que contaban con la presencia de un perro tenían menos
miedo, disminuían su estrés, su angustia y lograban relajarse, mientras la otra
mitad que no tuvo ese beneficio apenas mostró un leve cambio.
Las
conductas infantiles de apego e inseguridad es la consecuencia de experiencias
no satisfactorias con las personas que lo cuidaron en forma temprana.
El
niño desarrolla un patrón de apego seguro si establece una relación estable y
recibe los cuidados necesarios desde su nacimiento. De esa manera aprenderá a relacionarse
fácilmente con otros y no eludirá el contacto social ni la cercanía física.
Si en
cambio, quien está a cargo de su cuidado establece con él un vínculo inestable
y distanciado lo llevará a adoptar un patrón de apego inseguro o desorganizado,
modelo que trasladará a todas sus relaciones posteriores.
Sin
embargo, los niños no repiten este patrón cuando se trata de animales; con
ellos pueden lograr una relación de confianza y libre.
Malena
Fuente:
“Mente y Cerebro”; No.61/2013; “Coterapeutas peludos”; Kurt Kotrschal,
Departamento de Biología de la conducta de la Universidad de Viena, Austria.
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