Las
técnicas modernas para conservar el latido del corazón en forma mecánica y la
posibilidad de mantener la alimentación nasogástrica o intravenosa en pacientes con muerte cerebral, generan
dudas para determinar el momento preciso del fallecimiento de un individuo, una
vez desconectado del soporte vital.
La
donación de órganos exige identificar en forma rigurosa el momento exacto de la
muerte antes de extraer un órgano, ya que la falta de oxígeno lo degrada a los
pocos minutos de cesar el latido cardiaco y la respiración y puede hacerlo
inutilizable.
El
concepto de muerte cerebral se encuentra legalizado en casi todos los estados
de Norteamérica y en concordancia con la opinión de los expertos, considera
fallecida a una persona cuando la corteza cerebral y el tronco encefálico ya no
funcionan, aunque su corazón siga latiendo.
Casi
el 85% de los donantes de órganos vitales para trasplantes cumplen con este
criterio de muerte neurológica y el restante 15% constituye una zona gris
formada por las personas que han sufrido un daño cerebral permanente pero su
tronco encefálico aún se mantiene activo, o sea que no presentan muerte
cerebral. En estos casos, para declarar
a estas personas fallecidas tienen que dejar de respirar y su corazón tiene que
cesar de latir; pero con las modernas técnicas de soporte vital que existen es
difícil determinar con precisión el momento de la muerte.
Según
el protocolo de Pittsburgh, una vez retirado el soporte vital, si el corazón
sigue latiendo, los médicos tienen que esperar por lo menos una hora antes de
retirar los órganos; pero si el latido continúa después de una hora, la falta de oxígeno en la sangre los vuelve
inutilizables y tienen que renunciar al trasplante.
Cuando
el corazón se detiene espontáneamente antes de una hora el equipo médico debe
esperar 120 segundos a partir del último latido cardiaco para asegurarse de que
no vuelva a funcionar.
Cada
segundo que pasa disminuyen las probabilidades de éxito del trasplante y de
salvar una vida porque los órganos se degradan rápidamente por la falta de
oxígeno. Por esta razón, en algunos casos los médicos deciden comenzar a actuar
antes de ese tiempo, infringiendo el protocolo de Pittsburgh para favorecer a
las personas que necesitan los órganos.
Hasta
el momento ningún corazón ha vuelto a latir después de dos minutos de haberse
detenido, por ese motivo se exige esperar 120 segundos después del último
latido.
Existe
un debate sobre la necesidad de la derogación de la norma que exige la muerte
del donante para trasplante, que permitiría salvar la vida de muchas personas por
no contar con el órgano que necesitan, pero a la vez aumentaría la desconfianza
de los donantes a quienes se les podrían escatimar los cuidados médicos que
necesitan para extraerle los órganos.
Este
cuestionamiento pone en tela de juicio la supresión de la norma del “donante
fallecido” que comportaría problemas éticos y también políticos.
En
todo caso deberían existir garantías absolutas de que la muerte del individuo
que dona sus órganos es inminente e inevitable y que tanto el donante como sus
representantes legales, estén totalmente
informados antes de dar su consentimiento.
La
ética en estas cuestiones de cambiar una vida por otra, parece depender de definir exactamente en nuestros tiempos el criterio de muerte
clínica, sin ninguna duda ni posibilidad de retorno a la vida.
Malena
Fuente:
“Investigación y Ciencia”, edición española de “Scientific American”; Noviembre
2010; “Trasplantes: entre la vida y la muerte”; Robin Marantz Henig, colaboradora
del New Yok Times Magazine, autora de ocho libros, premiada varias veces por la
Asociación norteamericana de escritores científicos.
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