Todos querríamos ser jóvenes siempre, por eso nos
aferramos a la juventud con uñas y dientes. Ninguno desea madurar ni crecer y menos
envejecer, entonces mantenemos la ilusión de eternidad evitando los cambios. Los jóvenes no quieren madurar, los adultos no se quieren casar y los ancianos no se quieren jubilar.
Sin embargo, es la edad la que hace tomar conciencia de que hay
que cambiar, porque no es lo mismo tener veinte que treinta o cuarenta años y
porque el tiempo no se detiene y los años no permiten repetir viejas historias.
Cada década nos señala una nueva etapa y el hecho de
aceptarlo y actuar en consecuencia es un buen signo de madurez.
Casarse y formar una familia no es obligatorio, de modo que algunos pueden decidir tener
relaciones ocasionales sin comprometerse seriamente con nadie y vivir solos, y eso está bien. Pero por alguna razón todavía hoy, la mayoría
de la gente se casa o vive en pareja, tiene hijos y forma una familia.
Tener una propia familia es una condición que muchos
anhelan pero que no todos logran, a veces por
temor al compromiso que representa, a madurar, a tener que abandonar
antiguos hábitos de solteros, a reconocer el paso del tiempo y dejar de ser
jóvenes para aceptar ser adultos.
El miedo a la vejez parece haberse acentuado hoy en
día, seguramente porque la vejez se ha desacreditado por no ser tan
redituable. La jubilación disminuye los
ingresos y es verdad que son pocos los que les dan trabajo a los viejos. Además, en la era del culto al cuerpo no se
tolera a quienes se atreven a no cumplir los stándares obligatorios de cómo hay
que ser para pertenecer. Por eso,
inútilmente se niega la propia vejez como si se tratara de una enfermedad
contra la cual se lucha y se desea estar inmunizado.
La vejez se asocia con el sufrimiento y la muerte,
pero el sufrimiento es parte de la vida misma no importa la edad que uno tenga
y es el dolor el que nos permite conocer la alegría; además quién sabe qué es la muerte y por qué
pensar que es algo malo cuando tal vez sea lo mejor de esta vida, el final
feliz de la propia historia, la vida verdadera donde no existen los opuestos y
todo es perfecto.
Tal vez la intuición de esa perfección es la que nos
hace idealizar a la pareja, pero en este
mundo, esa idea nunca se cristaliza porque es sólo una idea que no tiene nada
que ver con esta realidad que dista mucho de ser perfecta. Por eso la convivencia se hace difícil cuando
se tiene la expectativa de que la vida en común va a ser un jardín de rosas.
La vida en común no es fácil,tampoco puede ser
fácil para muchos quedarse solos ni es agradable estar cambiando de pareja a
cada rato, pero ¡qué es fácil en esta vida?
Tener un hijo tampoco es fácil pero es una experiencia que todos deberían
tener, no sólo por el hecho de cumplir con una función biológica sino para
tener la oportunidad de construir una familia, vivir el amor filial, dejar de
Ser para uno y aprender a Ser para otro.
Es innegable que todos alguna vez desean tener su
propio hogar, alguien a quien amar e hijos a quienes cuidar. Claro que este
deseo puede ser inconsciente y manifestarse de distintas formas como por
ejemplo envidiando a los amigos que se
casan y a las familias que forman.
Pero es cierto que el casado pueda desear en algún
momento ser soltero y que el soltero, desee estar casado, el primero tal vez por añorar una vida de
libertinaje y el soltero por estar harto de la su superficial y vacía.
A pesar de que en esta época los divorcios y las
separaciones se multiplican todavía hay muchas parejas que llegan a cumplir las
bodas de oro, que se conocieron siendo jóvenes, que fueron capaces de superar
todo y pudieron dejar atrás las discusiones y los egoísmos y convertirse en dos personas que ya no piensan
tanto en sí mismas sino mucho más en el otro.
Malena Lede - Psicóloga
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