Diario de un condenado




Por fin terminó el juicio, por primera vez siento que estoy vivo, porque ese que estaba en el banquillo de los acusados no era yo, sino otro que estaban juzgando, mientras mi alma se negaba a formar parte de ese proceso que no me pertenecía, porque soy inocente.

No quiero recordar esa tarde en la tapera, cuando ni las moscas se atrevían a volar bajo ese sol que quebraba la tierra y el calor inundaba la tarde como una llamarada.

Me había sentado afuera, a la sombra del limonero, porque parecía que estaba más fresco que adentro.

Casi estaba dormido cuando escuché el galope de varios caballos que se acercaban. ¿Quién sería el que estaba tan loco como para cabalgar hasta aquí con este calor? Me pregunté a mi mismo por dentro.

Era el dueño de la estancia donde trabajo desde que me casé con la Jacinta, hace más de ocho años.

Qué rápido pasa el tiempo cuando uno es feliz; y parece mentira que ya tenga dos gurises que van a la escuela.

Los mozos se bajaron del caballo y me saludaron con la mano. Me dijeron que venían a buscar a la Jacinta porque la necesitaban para trabajar en la casa. Parece que tenían invitados de Buenos Aires y precisaban gente para ayudar en la cocina.

Corrió la Jacina a buscar el sulky para responder a la patrona que era muy buena y se fueron así todos al galope de los potros, dejando atrás una gran polvareda.

Pensé en ese momento que no vienen mal unos pesos a mediados de mes, cuando siempre nos quedamos sin plata y tenemos que comprar a fiado en el almacén de Don Pintos de ramos generales.

Me quedé solo envuelto en el silencio de la siesta y se me cerraban los ojos. Me quedé dormido hasta la hora de partir para el campo a seguir con mi trabajo.

La Jacinta volvió cuando yo ya no estaba, de modo que no nos pudimos ver ni hablar de nada.

Al muerto lo encontraron a la mañana siguiente al lado del arroyo boca abajo, medio hundido en el barro. Había fallecido de un tiro en la nuca, el pobre, aunque luego se supo que era un ladrón que hacía rato andaba rondando.

El día anterior había entrado en la casa del patrón y se había llevado el dinero de los jornales de su escritorio. Parece que fue su última fechoría porque después de eso lo encontró la autoridad durante una recorrida por la zona, muerto de un balazo.

La policía interrogó a todo el pago y cuando llegaron a mi tapera me llamó la atención porque me llevaran esposado.

Parece que habían encontrado el arma homicida cerca de donde vivo, escondida entre los matorrales y la muerte había sido como a las dos de la tarde, cuando me quedé solo en casa.

No tenía coartada, y además había un agravante, yo conocía al occiso desde mucho antes, cuando ambos estábamos prestando servicio en el ejército y nos trenzamos una vez en una pelea con cuchillos, por una pollera, que al final creí que no valía la pena.

En esa oportunidad lo había dejado tan maltrecho que fue a parar al hospital; pero había sido una pelea limpia entre dos hombres que están dispuestos a enfrentarse y que hasta el comisario había visto, de modo que en poco tiempo quedó todo aclarado.

Pero esta vez era distinto, al hombre que yo en mal momento había conocido, lo habían matado, el revólver estaba muy cerca de mi casa; y alguna vez, ya hacía mucho tiempo, nos habíamos entreverado en una trifulca.

No tuve ninguna duda cuando pensé que yo era el primer sospechoso y que estaba seriamente comprometido.

Y fue así como caí preso. ¿Quién puede creerle a un pobre diablo que no tiene a nadie que lo defienda más que el abogado de pobres y ausentes que está de turno, que parece pintado en su escritorio y es incapaz de hacer nada?

Fue una pesadilla pasar por eso. La injusticia corta las esperanzas de los pobres como un cuchillo, y un inocente se puede llegar a derrumbar sin fuerzas y terminar acabado bajo el peso de la ley, que no contempla más que los hechos, que dan como resultado lógico un culpable, y que es lo que permite a la autoridad dar por cerrado el caso.

Lo último que pude ver antes de que me encerraran en una celda, fueron las lágrimas de mi mujer y mis hijos.

Sin embargo, no estaba todo dicho, porque alguien había sido testigo del asesinato, y pudo ver con sus propios ojos cómo el patrón persiguió al ladrón hasta alcanzarlo, consiguió arrebatarle el dinero robado y después cómo le desarrojó un tiro en la cabeza a sangre fría.

Era la mujer del fugitivo que había permanecido oculta con dos caballos, esperando a su marido cerca del arroyo. Aquella misma mujer por la que habíamos peleado en el ejército, que con su testimonio, no sólo se vengó del verdadero asesino, el dueño de la estancia,  sino que me salvó a mi de la cárcel.


Cuento publicado en el Foro de Cuentos del diario "La Nación" por Malena Lede con el seudónimo Malena2005