Vivir
en una gran ciudad puede ser una experiencia fascinante y también aterradora;
porque en una ciudad pasan muchas cosas y la muchedumbre se convierte en carne de cañón al tener que enfrentar la lucha cotidiana
Nadie
tiene tiempo de aburrirse, existen lugares increíbles, se puede conseguir cualquier cosa y comer a cualquier hora.
Pero
las ciudades son ruidosas y llegan a ser casi caóticas y el aire a veces puede cortarse
con un cuchillo de tan enrarecido por la combustión de los vehículos que circulan
pesadamente a paso de
hombre.
Es
más rápido, económico y saludable andar en bicicleta, pero en
Buenos Aires, esa buena costumbre va a tardar en instalarse porque el porteño es
fiel a su automóvil, que es parte de él mismo y difícilmente lo abandone por
alguna otra cosa.
Sin
embargo, a pesar del bullicio, a algunos les deleita escuchar el ensordecedor
ritmo de rock a todo volumen de su auto, gustosos
de poder compartir esa dudosa música con sus ocasionales vecinos de tránsito, principalmente en las esquinas
donde hay semáforos.
Otros,
en cambio prefieren escuchar las noticas, para animarse, y llegan a sus
trabajos apesadumbrados y de mal humor después de enterarse de todas las cosas desagradables que pasan en
el mundo.
También
están los que amanecen con los auriculares puestos y que no se los sacan ni
para bañarse. Son los que hablan por
teléfono sin manos cuando manejan y cierran las ventanillas del auto para
escuchar mejor, arriesgándose a no oír la sirena de una ambulancia o
de los bomberos o la bocina de alguien que intenta inútilmente salvarlos.
La
ciudad es una jungla de asfalto donde hay depredadores que atacan y víctimas
que se defienden como pueden.
Sin
embargo, a pesar de todo, una ciudad tiene su encanto. Tomar un cafecito en la confitería de una
esquina mientras leemos el diario, sentarse en el banco de una plaza a tomar sol o a comer un sandwich al mediodía, encontrarnos con amigos, ver una película en
un cine mientras masticamos pochoclo, comprarnos algo con la tarjeta de crédito aunque sea
fin de mes en el shopping, ver vidrieras, leer libros en esas librerías donde
también se puede tomar algo, para luego irnos
disimuladamente sin comprar nada.
Las
grandes ciudades son sucias porque es tierra de nadie. La gente no puede evitar tirar basura en
cualquier parte, aunque haya recipientes de residuos, es la libertad que se
toman los que se sienten reprimidos en sus casas, o los que no tienen basureros y tiran su basura por la ventana.
El tema de la basura es urticante, la gente se la quiere sacar de encima a toda costa al punto de no tolerar las bolsas llenas ni siquiera en la puerta de sus casas a la espera del camión recolector de residuos. Quieren sus veredas limpias, por eso llevan sus bolsas de residuos a la esquina.
Es así como se acumula una montaña de basura que no es de
nadie, para que cualquiera pueda hurgar en ellas y desparramar su contenido, y las ratas se puedan hacer un festín después
de medianoche.
Pero el espectáculo obligado que conmueve a todos es el que dan los sin techo, la gemte desheredada que se adueña de las veredas de las ciudades, resguardándose debajo
de los balcones de las casas.
Es
admirable la capacidad de adaptación del hombre que vive en las calles sin que
nada pueda desalentarlo, ni la impiadosa lluvia, ni el frío del más crudo invierno
por las noches.
Así
como la gente de las ciudades puede a veces parecernos desalmada y
violenta, también puede ser solidaria con
los indigentes, tal vez más solidaria y generosa que cualquiera de sus parientes.
En
pocas horas, alguien que aparece dormido en un umbral, consigue, sin pedir
nada, un colchón, una almohada y también
una frazada; y algunos mendigos ni siquiera necesitan pedir limosna porque hay personas que les llevan todo lo que necesitan y la comida al mediodía y a la noche.
¿Será porque la gente que vive cómoda en sus departamentos con calefacción, no
puede dormir pensando en ellos, que aunque llueva o truene se pasan todo el día a la intemperie?
En
todos los países, aún en los más desarrollados, hay gente que duerme en la
calle, muchos son enfermos mentales que han huido de sus casas, porque es
probable que sus propios familiares les hayan abierto las puertas para que se
vayan.
Quizás
sea el espectáculo que tengamos que ver todos los días, para tomar conciencia del privilegio de tener un lugar para vivir y de lo felices que somos.
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