Las
consecuencias emocionales de la desaparición física de una persona
significativa cercana comprende una serie de etapas antes de su elaboración
final.
En
primer lugar surge la negación, o sea la tendencia en empeñarse a negar los
hechos por no poder integrarlos emocionalmente.
La duración de esta fase depende de las circunstancias de la muerte y de
las condiciones del occiso.
Luego
que el hecho se comienza a percibir como real, sobrevienen los impulsos de ira, furia y enojo,
que al disiparse harán posible la racionalización, permitirán expresar la tristeza y finalmente experimentar
el dolor que es lo que llevará a la aceptación.
El
dolor emocional es algo de los que todos huyen utilizando distintos mecanismos
pero con la misma intención, no vivir un hecho que implica seguir viviendo sin
esa persona, perder roles, status y
hasta puede ser la bisagra que cambie el curso de la vida e inclusive la
identidad.
Todos
nos identificamos con las personas que fallecen que hemos querido, porque es en
esas circunstancias cuando se hace ineludible enfrentarnos con nuestra propia
muerte.
Sin
embargo, la muerte no es sólo parte de la vida sino que es lo que le da sentido
a la existencia; porque sólo frente a ella podemos darnos cuenta que estamos
vivos y que esta condición es una oportunidad.
Vivimos
en un mundo peligroso que nos lleva a pensar que casi es un milagro estar vivos. Nos amenazan los accidentes, los virus, las bacterias,
los asaltos de malvivientes, la falta de responsabilidad de los demás, los conflictos
bélicos y también nuestros propios errores.
Pero
no son el orden natural ni el cosmos ni Dios, los responsables de las calamidades. En última instancia, los hechos humanos parecen
estar más condicionados por nuestra propia actitud interior que por causa de las amenazas externas.
El
universo es una totalidad de la que los seres humanos formamos parte, respiramos el aire del ambiente, la Tierra es
el hogar que nos alimenta y nos alberga; pero la gran diversidad ha provocado la
ilusión en el hombre de que es un ser separado, independiente del campo al que
pertenece.
El
hombre aislado vive desesperado persiguiendo quimeras, es capaz de cualquier
cosa para conseguir hacerlas realidad y cada uno en su medida hace lo mismo.
La
muerte de un ser querido conmociona aún más cuando no se ha tenido la
oportunidad en vida de comprenderlo, cuando no se ha podido compartir más
momentos, cuando no se pudo expresarle
los sentimientos.
Pero
nadie tiene tiempo para dedicarle a los demás, cada uno en su isla, rodeado de
murallas de silencio no puede ser fiel a su condición humana que anhela
comunicarse y relacionarse. Como
resultado vivimos en un mundo de individuos solitarios que sólo se dan cuenta
de esta necesidad de conectarse con los
otros, cuando están muertos.
Nos
tragamos los sentimientos y éstos nos destruyen por dentro.
Malena
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