Somos personas únicas y esa unicidad es la que
principalmente hace que nuestra identidad sea más importante que cualquier otra
cosa.
Sin embargo, cuántas veces hacemos pensamos y
decimos lo que quieren otros, creyendo que de esa forma seremos más aceptados y
queridos.
La madurez brinda la capacidad de tolerar la frustración
y de resistir la crítica, o sea la posibilidad de darse cuenta que lo más importante
no es lo que piensan, hacen y dicen los demás, sino lo que piensa, hace y dice
cada uno por sí mismo.
La paradoja más común es enamorarse de una persona
por ser quien es, intentar cambiarla para que sea como no es y luego dejarla
porque no se atrevió a ser quien era.
Si para ser amado hay que sacrificar la identidad,
ese amor tiene un precio demasiado alto porque implica alienarse en el otro y
dejar de ser uno mismo.
Nos enamoramos de un ser libre pero en poco tiempo
lo cosificamos y lo transformamos en un objeto más que poseemos; y ese afán de
posesión es lo que destruye al objeto.
La idea es creer que podemos asegurarnos el amor de
alguien que convertimos en nuestro prisionero, cuando la realidad es que
estamos haciendo lo que se necesita para que ese amor se transforme en odio.
En el amor también hay que saber que no existe la
seguridad absoluta, porque como la vida misma, también el amor es pura
incertidumbre.
Amar verdaderamente a alguien es estar dispuesto a perderlo
y ser capaz de dejarlo ir, porque no se puede obligar a nadie a que nos ame.
Amar y ser amados es lo que todos deseamos, ser
capaces de entregarnos a una relación, sin suspicacias y sin miedos, con plena
confianza en uno mismo.
Malena Lede - Psicóloga
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