Vidas y Vueltas - Capítulo III - El Almacén de Ramos Generales


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Capítulo I - Una familia tipo
Capítulo II - Los inmigrantes

Algunas mujeres descendientes de irlandeses suelen ser pelirrojas, pecosas y de cutis tal vez hasta demasiado blanco. Así era Mildred Egan, la hija del dueño del almacén de ramos generales de ese pequeño pueblo, al sur de Bahía Blanca, quien conoció al abuelo de Martha, cuando apenas tenía quince años.

Él ya había cumplido los 40. Se había pasado la mitad de la vida trabajando, tratando de hacerse una posición, y hasta ese momento no había tenido tiempo de pensar en mujeres.

A ese lugar había ido él durante muchos años a comprar lo que necesitaba, pero ni bien la conoció, se quedaba largo rato tomando unas copas en el mostrador, con la ilusión que la muchacha apareciera.

El almacén, era una casa tan vieja como el mismo pueblo, colmada de mercadería hasta el techo; que además de contar con un gran salón de entrada lleno de una gran cantidad de cosas, tenía dos depósitos semiocultos repleto de cajas, detrás de una cortina de arpillera que lucía transparente de tanto manoseo.
Desde bolsas de semillas de todas clases hasta materiales de construcción, se exhibían también monturas para caballos, ruedas para carros, relucientes tarros de leche, cajas de todos los tamaños, botellas, pilas de ropas, madejones de lana de varios colores, piezas de telas, paraguas, palanganas, baldes, escobas, remedios, botas y gran cantidad de pares de alpargatas.
Cerca de las ventanas, una pocas mesas de madera oscura con sus respectivas sillas medio destartaladas, estaban siempre ocupadas por algunos parroquianos que se detenían un rato a conversar y a tomar unas copas.

La gente se entusiasmaba con las cosas que venían de Buenos Aires, que en esa época eran todas importadas, porcelanas, medias de seda, puntillas, encajes, sombreros, bastones, galeras, que en el campo se usaban para los casamientos o las fiestas patronales de la iglesia.

La joven no era indiferente a los galanteos de don Patricio, de modo que la ida al pueblo de cada quincena se convirtió casi en una cita.

Ellos sólo se entendían con las miradas, porque casi no hablaban para que no comenzaran a correr los chismes.

Dos años estuvo el hombre cortejándola y conformándose con sólo dirigirle la palabra, hasta que un buen día se decidió a pedir su mano, porque ya había terminado de construir una casa decente para atreverse a enfrentar al dueño del almacén de ramos generales.

Pero el padre de la novia ya había pensado en eso y les regaló a los novios unos campos en Comodoro Rivadavia que él había heredado, donde había vivido su madre hasta su muerte.

El casamiento duró tres días, como solía ocurrir en aquellos tiempos en esos lugares, donde todo el pueblo era invitado, y donde concurrían además todos los paisanos que vivían en los campos vecinos y también sus dueños.
Por fin se habían casado y los novios pudieron partir a cumplir su destino mucho más allá del Río Colorado.

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Capítulo IV - La vida en Comodoro Rivadavia
Capítulo V - Los chicos crecen